La literatura juvenil de Neuquén, premiada a nivel nacional

En anteriores notas hemos compartido acciones significativas vinculadas con el fomento a la lectura y la escritura en el CPEM Nº 79, proyectos que lleva adelante la profesora Mónica Henoch en conjunto con el cuerpo docente y en articulación con otros espacios y territorios de la provincia. Hoy nos complace presentar a nuestra comunidad un hecho superlativo que nos llena de alegría, como integrantes de una región literaria cuya potencia vuelve a hundir en el presente un bello precedente de sus alcances.

Las estudiantes Araceli Chiara Eluney Luengo y Luana Yanet Sepúlveda, del mencionado CPEM Nº 79 ubicado en el paraje rural de Lonco Luan, Aluminé, obtuvieron el primer lugar de la Región Patagonia en el prestigioso concurso nacional de escritura «Alumnit@s, Argentina te Escuchamos». https://www.cultura.gob.ar/concurso-alumnits-argentina-te-escuchamos-10957/ con su cuento «El Corazón del Bosque Canta». El triunfo no sólo significa un reconocimiento para las jóvenes escritoras y su escuela, sino también la conversión de su relato en un capítulo de televisión que se transmitirá a nivel nacional.


Respuestas ancestrales para preguntas actuales

El concurso «Alumnit@s, Argentina te Escuchamos» es una iniciativa nacional dirigida a jóvenes de entre 11 y 16 años que propone investigar y escribir sobre los mitos, héroes y leyendas de sus regiones para encontrar en ellos «soluciones milenarias ante los problemas actuales», como el bullying o la discriminación. Es un certamen coordinado por docentes que incentiva un diálogo verdaderamente federal y al rescate de la memoria.

Delegadas patagónicas

El 9 de noviembre, la delegación escolar viajará a Buenos Aires para participar de la ceremonia de premiación. Pero más allá del resultado, lo más valioso fue el proceso: animarse a escribir, a compartir lo que sienten y a descubrir el poder de la palabra.

Las chicas representarán con orgullo a Lonco Luan, a la provincia del Neuquén y a la Patagonia. Agradecemos al equipo de gobierno y conducción escolar por fortalecer los trayectos de lengua y literatura.

A continuación, compartimos con nuestra comunidad el relato premiado, que formará parte de la segunda obra literaria del C.P.E.M N°79:

El corazón del bosque canta

Me llamo Elvira. Vivo en Ñorquinco, un paraje de la cordillera donde los volcanes duermen desde hace siglos y los lagos susurran secretos que sólo los pehuenes pueden entender. Mi casa está hecha de madera y piedras del Arroyo Remeco, y desde la ventana veo cómo los pehuenes tocan el cielo; a veces, cuando el viento sopla fuerte, me parece que cantan.

Esa semana algo en mí se había nublado, no sabía si estaba triste, enojada, confundida o simplemente vacía, sólo sentía una cosa pesada adentro, como una piedra que no quería moverse, mi mamá me miró una tarde mientras tomábamos unos mates junto al fogón.
— ¿Qué te pasa, hija?
— No sé, ma… siento muchas cosas, pero no sé cómo decirlas.
No dijo nada más, sólo me acarició el pelo y me dejó en silencio, como si supiera que las respuestas no llegan con preguntas sino con tiempo.

Esa noche soñé con una abuela cubierta de musgos que apareció entre los árboles de mi sueño, me habló bajito, con voz de hojas secas. “Las emociones son como aves del bosque, si las encerrás, se mueren; si las dejás volar, cantan con vos.”

Al despertar sentí algo nuevo en el pecho, como un calor chiquito; tomé mi cuaderno, una piedra que había encontrado en el Remeco, mi piedra especial, y me fui sola hacia el corazón del bosque. Mamá me vio cruzar el alambrado pero no dijo nada, yo sabía que lo entendía.

El sendero era húmedo, los mallines brillaban con la luz del sol entre las hojas. Fue ahí que escuché al carpintero golpear los troncos, y el grito agudo de un cauquén en vuelo me hizo levantar la vista; también vi una bandada de cachañas. Todo me recordó que, incluso en lo más gris, hay una salida.

Cuando llegué a un mallín, me encontré con los ciervos; el aire cambió, todo estaba quieto como si el bosque contuviera la respiración. Un zorro me miró desde el borde del agua, sus ojos eran amarillos como la luna.
— ¿Tenés miedo? —me preguntó, sin mover la boca.
— ¡No! —le respondí, aunque mi corazón latía fuerte.
— Entonces entrá, sólo los valientes entran acá.

Así lo hice. Mis botas salpicadas entre raíces y barro, pero no paré. En el centro del bosque encontré un árbol hueco, me acerqué y vi algo dentro, un papel arrugado, viejo, con un poema escrito a mano, lo leí en voz alta, sintiendo que alguien me lo susurraba desde adentro.

“El árbol nos dice su secreto,
que también ha llorado en la noche.
Que en su madera hay días
en que sólo quiso desaparecer con las hojas.”

Jorge Teillier

Al terminar de leer el viento sopló suave, como acariciándome la mejilla; seguí caminando hasta el arroyo, el agua corría clara y cantarina, y entonces la escuché: una melodía suave en mapuzungun, una voz lejana la cantaba, como si saliera de la misma corriente.


“Lalel, lalel pu che ñi tuculpan,
fütra kiñe raquizuam mew.”

                      Beatriz Pichi Malen


“Escucha, escucha los pensamientos de la gente,
vienen de un gran sueño ancestral.”

Me arrodillé junto al agua, cerré los ojos y repetí la canción en voz baja. Cuando abrí los ojos, vi en el reflejo a una niña como yo, pero con una sonrisa enorme, de ésas que había olvidado tener.
—Soy tu alegría olvidada —me dijo la imagen—. Volviste a escucharme.

Lloré un poquito, pero no de tristeza, lloré porque me había reencontrado con algo mío, me abracé fuerte, como quien encuentra una parte perdida.

Más adelante, al pie de un grupo de ñires, encontré una cueva. El corazón me latía como un tambor. Entré despacio. En la penumbra apareció una figura enorme y gris, tenía ojos tristes y cuerpo de sombra.
—¿Quién sos? —pregunté, con voz baja.
—Soy tu tristeza —me respondió—. Crecí porque nunca me escuchaste.

No huí, no me tapé los ojos, me quedé parada frente a ella y sentí que podía decirle algo que nunca me había animado a decir. Entonces canté, con la voz temblorosa pero firme:

Tristeza mía, no sos enemiga,
sos parte mía, mi hoja caída.
Si te nombro, te entiendo,
y entonces, te curo.

La figura se encogió, su cuerpo gris se volvió luz, después aire, y luego desapareció, me quedé un rato sentada en la oscuridad, dejando que el silencio me hablara, me di cuenta de que en esa cueva no solo estaba mi pena, también estaba mi fortaleza. Cuando salí, el cielo estaba rosado, el volcán Lanín se dibujaba a lo lejos, recortado contra la tarde, me senté sobre una piedra y escribí en mi cuaderno, con el corazón liviano como una pluma.

Las emociones no son malas ni buenas.
Son como los árboles del bosque.
hay que aprender a caminar entre ellas,
escucharlas, cuidarlas… y dejarlas ir.

De regreso, me detuve bajo un radal enorme, cerré los ojos y puse mi mano sobre su corteza; no dije nada pero sentí que el árbol me respondía, cada ser del bosque guarda una historia y ahora, yo también tenía la mía.

Entendí algo que no quiero olvidar, las emociones no deben esconderse ni temerse. Los ríos a veces corren con fuerza, el viento sopla suave o arrasa, pero siempre traen algo que necesitamos escuchar; nombrarlas, sentirlas y compartirlas es una forma de crecer y, como aprendí en el bosque, quien canta lo que siente nunca está sola entre los árboles. Porque cuando nos animamos a sentir, algo dentro nuestro se enciende, se vuelve más fácil escuchar el latido del corazón, entender el dolor ajeno, abrazar con palabras y caminar sin miedo.

Las emociones son señales, mapas que nos orientan, semillas que brotan si las miramos con amor. Callarlas es como negar el canto de los pájaros o el murmullo del agua.

Por eso, cada vez que algo me duele, me alegra o me asombra, me detengo, respiro y dejo que eso me habite; así, poco a poco, aprendo a ser yo misma. Y en ese camino también aprendo a acompañar a otros, sin juicios, con respeto y ternura.

Porque entender mis emociones es también comprender que cambian, que no siempre se presentan igual ni duran para siempre. A veces son suaves como una brisa, otras veces intensas como una tormenta, pero todas me enseñan algo. Escucharlas con paciencia es una forma de cuidarme, de crecer por dentro y de sembrar en otros la posibilidad de que también se escuchen, se abracen y se animen a ser auténticos.

Araceli Chiara Eluney Luengo y Luana Yanet Sepúlveda


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