Los días 10 de octubre en San Martín de los Andes y 15 de noviembre en Neuquén, llevamos adelante la III Jornada de Lecturas y Lectores, actividad que hace tres años está vinculada a los festejos por el aniversario de nuestro querido CeDIE y que constituye un potente despliegue en torno a la palabra en comunidad ejercido por invitadas e invitados de lujos, del que también forma parte nuestro equipo de extensión literaria.
En la primera sede de la edición 2024, trabajamos en conjunto con el ISFD Nº 3 de San Martín de los Andes para compartir el espacio y, sobre todo, el corazón y la magia de María Teresa Andruetto, madrina de nuestra biblioteca ambulante El árbol de Lilas y mucho, mucho más.
Compartimos con nuestra comunidad la conferencia de apertura de María Teresa Andruetto de la III Jornada de Lecturas y Lectores CeDIE, y del III Encuentro Regional de Literatura Infantil y Juvenil:
Estrategias de la memoria:
imaginación, realidad, ficción, testimonio
Maria Teresa Andruetto
En la mitología griega, Zeus se unió a Mnemósine durante nueve noches y en un parto múltiple engendró a las nueve musas. Mnemósine era también el nombre de un río del Hades, el río de la memoria. Las almas de los muertos comunes bebían las aguas del olvido para quitarse de encima sus vidas anteriores, pero los iniciados se saciaban allí mismo para poder recordar y contar.
Memoria y relato.
Palabra en el tiempo, según la expresión de Antonio Machado.
Palabra en el tiempo o el arte de narrar.
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Cuando era una niña de unos ocho, nueve años me mudaron de escuela, de una que estaba a unos metros de casa a otra que quedaba un poco más allá. En la escuela de más allá, yo no tenía amigas y quería ganármelas. Para entonces ya leía con fluidez y amaba las historias, cualesquiera fueran. Había en mi casa unos diccionarios de doce tomos, una enciclopedia Labor, libros de historia, biografías. Podía entrar a esos libros, como alguien entraría hoy a Google, y buscar una palabra (el nombre de un pueblo, de una ciudad, de una etnia, de un rey, de una heroína, de una flor…) y encontrar información sobre esa persona, ese lugar o ese asunto. Un día se me ocurrió contarles algo que había encontrado en la enciclopedia, la historia de Rómulo y Remo alimentados por la loba, creo que fue por azar que olvidé explicarles que lo había encontrado en un libro, lo cierto es que mis amigas creyeron que me lo había inventado y me pidieron que les llevara otro invento para el día siguiente. Cada día, al regreso del colegio, después del almuerzo y los deberes, buscaba entre viejas revistas de fotonovelas o de crímenes, diccionarios, catecismos, historias de santos y libros de cooperativismo, algo para contarles a mis compañeras de grado. Mis historias les gustaban, aprendí a alargarlas o acortarlas según la duración del recreo y ellas – para entonces mis amigas- expectantes de nuevos relatos, me convidaban con golosinas. De modo que seguí, entre el regocijo y la vergüenza, un buen tiempo con ese vicio que Abelardo Castillo llamó el oficio de mentir.
He sentido después muchas veces esa vergüenza, la de hacer algo indebido; incluso ahora mismo, cuando en el proceso de combustión de un cuento o una novela ingresa algo que vi hacer a alguien que conozco, que me conoce, una frase dicha al pasar por una amiga, o ciertos rasgos de personas, asuntos o escenas familiares que entran enmascarados al caldero, mezclados con otros soñados o vistos u oídos en otros sitios, en otros tiempos, para ponerlos a fermentar bajo la propia fiebre imaginaria. En el pueblo en el que me crie, en una época en la que casi no salíamos de la aldea, la lectura de ficciones o la escucha de relatos fue un refugio contra el tedio, una ventana abierta; por entonces, yo creía –como en general creen los niños- que todo pasaba por los asuntos, hasta que descubrí que la verdad ficcional no está exactamente en los hechos sino en el modo de narrarlos. El punto de vista[1] de quien escribe, como el de cualquier otra persona, está moldeado por sus experiencias. La fusión de esas experiencias construye el modo en que ese individuo ve y comprende el mundo, determina qué conceptos son inteligibles, qué afirmaciones son escuchadas y entendidas, qué características son relevantes, qué razones se consideran contundentes, qué conclusiones son creíbles. Desde esa concepción, quien escribe ficciones hace una pirueta para intentar ver el mundo desde los ojos de otro. Construir una voz que haga ver. ¿Cómo volver verdadero a un narrador o a un personaje hecho solo de palabras? La ficción toma una materia cruda (la vida) que está dispersa y la cuece de manera que no se noten los ingredientes, para construir historias no exactamente reales, pero tampoco puramente imaginadas. La verdad literaria es una cuestión de escritura y cuando funciona, no hay estereotipo que se resista.
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«Cuando alguien realiza un viaje, puede contar algo», dice Walter Benjamín, imaginando al narrador como alguien que viene de lejos. El distingue la narración de la novela, señala en la novela su dependencia del libro y su existencia gracias a la imprenta. Al no provenir de la tradición oral, la novela se enfrenta a todas las otras formas como la fábula y la leyenda, pero sobre todo se enfrenta al narrar, entendido como narración oral. El narrador toma lo que narra de lo vivido o escuchado, mientras que el lugar de nacimiento de la novela es el individuo en su soledad. Cuando Dios abandona (con el descubrimiento copernicano) el lugar desde donde había dirigido el universo, finaliza la concepción teocéntrica. El mundo deja de ser certero y seguro (aquí el bien, allá el mal), se nos aparece ambiguo y la verdad divina se descompone en cientos de verdades relativas; con ello nace la Edad Moderna[2]. El mundo como ambigüedad, es lo que la literatura nos ofrece desde entonces: no hay una única verdad, sino verdades relativas que se contradicen y la única certeza, es la incertidumbre.
En Los bordes de la ficción[3], Jacques Rancière traza un mapa sobre la democratización de los relatos, empezando por Aristóteles, quien considera que lo poético cuenta cómo pudieron darse las cosas, mientras que la historia cuenta cómo efectivamente sucedieron. El punto de inflexión es la Revolución Francesa, porque a partir de su profunda transformación social, los escritores descubren nuevos mundos y, a medida que caen algunos muros, pueden mirar otros escenarios y ocuparse de otros asuntos. Después del romanticismo, con su exaltación del “yo”, la nueva literatura -la novela especialmente- representada en Balzac y sobre todo en Flaubert, se vuelve hacia afuera y hacia los otros e incluye grandes aglomeraciones urbanas y nuevos caracteres sociales. Se invierten entonces los trayectos del adentro hacia el afuera, proceso que sigue en el siglo XX con la novela moderna. Todo esto va en línea con lo que considera la teórica feminista Sandra Harding[4] acerca de que las perspectivas de los individuos marginados y / u oprimidos pueden ayudar a crear nociones más objetivas del mundo, porque a través del fenómeno “de afuera hacia adentro”, estos individuos se colocan en una posición única para señalar patrones de comportamiento que los inmersos en la cultura del grupo dominante no pueden reconocer.
Lo que la narración muestra, lo que muestra desesperadamente, es un manotazo ante lo inenarrable[5], dice la cineasta Lucrecia Martel. Como la vida es incierta y las verdades son relativas, necesitamos que haya mucha gente pudiendo narrar, necesitamos de esa diversidad de perspectivas de lo que es la existencia. Así es como el arte, la literatura específicamente, intenta poner en duda verdades aceptadas o consensuadas, desacomodar para ir en busca de un precario nuevo orden, porque un cuento, un poema, una novela, organizan una matriz que se construye con cada obra y que en cada obra se rompe para no ser reutilizada. El pincel sirve para salvar a las cosas del caos[6], dijo el paisajista y poeta chino del siglo XVll Shitao. Por ese camino, la ficción se ocupa de mostrar una realidad “más real” que aquella que encontramos en la vida porque da sentido a la experiencia; pero para alcanzar esa realidad más compleja y totalizadora que puede ofrecernos la literatura, se vuelve necesario un realismo que integre lo fantástico, lo extraño, lo terrorífico, la caricatura, lo grotesco…un realismo irreductible a lo unívoco y a lo literal, que vacile ante lo extraño, se suspenda ante el asombro y se rinda ante el misterio, para que lo narrado se despliegue de tal modo que cada uno de nosotros encuentre ahí una verdad personal.
En materia de escritura, lo que une el arte con la política es la posibilidad de establecer disenso[7], porque en el infierno de lo igual no hay verdad[8] dice Byung-Chul Han, quien nos frota en la nariz el imperativo social de lo pulido y lo impecable, el mandato contemporáneo de convivir alegremente con lo que no ofrece resistencia, lo que anula toda negatividad, para que eliminados pliegues, quiebres y costuras nada nos cuestione ni conmocione, para que todo sea agrado, abrazo que asfixia, que no deja pensar. Ver y pensar sobre lo que vemos implica dejarse invadir por lo distinto, exponerse a una sacudida, mientras lo amable incita a la anestesia, al adormecimiento. De igual modo nos anestesia el exceso de auto referencialidad, como puede verse en muchas escrituras del yo, cuando el objetivo no es mostrar un mundo donde ese yo ha transcurrido sino la mera complacencia para quien escribe, relato en el que un sujeto se agrada a sí mismo, absorbido por una intimidad que lo protege del afuera. Sólo lo atroz, lo monstruoso, dice Han, sería del orden de lo completamente distinto; tal vez un desastre (sin astros; desorden celeste, augurio de desgracias y catástrofes) sanitario, ambiental, económico, social como este que estamos viviendo, pueda por fin ser visto como “lo distinto”.
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La literatura de una nación, es como un gran tejido en el que, a través de escrituras de diversas procedencias etarias, étnicas, de clase social, de género o geográficas nos narramos a nosotros mismos quiénes somos. Reconstituir nuestra capacidad de conmocionarnos y permitirnos ir hacia lo otro, hacia otros, es una de las posibilidades de la ficción. Ser otro es la razón más fascinante de escribir, intento de adentrarnos en ajenas condiciones de vida para comprender. La literatura, el arte en general, nos ejercita en la resistencia ante el pensamiento unívoco y la domesticación “exenta” de ideologías y para ello transita lo misterioso y lo inaccesible, el encubrimiento, el secreto, el velo, y rechaza la estetización anestésica en aras de una complejidad que pide demora, lentitud, dificultad.
Las ficciones que una sociedad genera se alimentan de “lo real”, sea esto lo que fuere. Pero ¿testimonia la literatura? Dar testimonio. Siempre queda alguien para dar testimonio: recordar, conservar en la memoria, repasando por años los hechos para que no se disuelvan en el olvido. Para, llegado el momento, nombrar, recuperar detalles, registrar datos, haberles dado a los hechos, a lo largo de décadas, -conociendo lo que pasó después y lo que después se supo- un sentido más cabal, la dimensión horrorosa de lo sucedido. No dejar que la data, la inscripción de la fecha, se pierdan, saber que cada detalle contará en el futuro. Retener con fidelidad, hora, día, mes, año, cantidad de personas detenidas o desaparecidas. Develamiento de un día crucial, minuto a minuto. La memoria como ética. El trauma como condición de la memoria. Un dolor que busca ser dicho, una forma que permita decir lo indecible, lo que no tiene nombre. Avalado por la fe y el juramento de lo que se testimonia, el testimonio nos estremece. Es testamento, es decir, algo que va más allá, que va a un sobre vivir, por encima de la propia vida. No hay testimonio sin juramento, sin fe, y lo que distingue al testimonio de la información o de una verdad teórica o de las ficciones es que alguien se compromete a decir una verdad[9]. Por eso el testimonio se sostiene en el juramento y en el consentimiento; es la aceptación de ingreso a un espacio sagrado de la relación con el otro, con aquel en cuyo nombre se habla, con él y con nosotros los que estamos “en la sala”, porque el testigo testimonia ante los ojos y los oídos de alguien. Ojos y oídos que ya no nos permitirán olvidar.
¿Qué puede agregar a eso la literatura, qué herramientas tiene la ficción para narrar hechos tan difíciles de asimilar, de tan alto voltaje emotivo, si para el relato del horror y para la intensidad del dolor, la palabra del sobreviviente no puede ser superada? ¿Existe un más allá del testimonio que le dé a la ficción de memoria una razón de ser? Y si existe, ¿por qué camino buscarlo?, ¿Cómo narrar “eso” (trauma, dictadura, horror, exilio, insilio), diciendo otra cosa, un desvío respecto de la palabra de los testigos? Me pregunto si es posible anclar la literatura en la memoria vivencial de los años 70 sin reducirla al documento[10], escribe Martin Kohan y habla de la oblicuidad de la experiencia y de la memoria, de que lo visto en diagonal o al sesgo no es menos palpable sino más. Sabemos por otro lado -dice- que no hay memoria sin olvido, que el olvido es parte de lo que se precisa hacer para poder recordar de veras. Y, aun así, pese a lo dicho, parece necesario distinguir ese olvido que se entrelaza de una manera dialéctica con la producción del recuerdo, del olvido que apunta a liquidar al recuerdo sin más. Memoria oblicua, experiencia sesgada, indirecta, pero no por eso menos concreta, sino más; y no por eso menos intensa o menos política. Hay cosas que la literatura le hace decir a la política, cuando no se deja decir por ella y que la política no podría decir por sí sola. De modo que la literatura “de memoria” necesita construir una distorsión o un corrimiento de lo conocido o de lo sucedido, una incomodidad radicalizada, que nos saque de toda certeza. Fragmentación, relatos que se relativizan o se desdicen unos con otros y miradas al sesgo son algunas estrategias para evitar una verdad monolítica, zona de riesgo de toda creación. Mientras la lengua no se cierre en un relato único, mientras siga existiendo en quien escribe un estado de interrogación tendrán nuestras ficciones cierta garantía de salud. Des-soldar, escarbar, abrir la herida que curamos en un lugar y en otro lugar duele, hacer torsiones y desplazamientos, volverse disfuncional, eso sí puede hacer la ficción: entrar, careciente de toda certeza, a nuestros puntos ciegos, para construir un no saber que nos lleve hacia nosotros mismos.
A diferencia del testimonio, lo político de una obra de ficción no está tanto en el contenido sino en sus efectos de lectura. Una obra con tema político no es política si no es capaz de producir efectos, de poner a quien la recibe, en cuestión. La literatura es memoria no solo histórica, sino también memoria del cuerpo, de la vida cotidiana, de las mujeres de la casa. Memoria, diría Marc Augé[11], llena de olvido que opera por selección ideológica. Río subterráneo que a veces irrumpe y sale a la superficie para volver a hundirse. Esa voz social que tarde o temprano regresa, del mismo modo que regresa en los procesos individuales, lo reprimido hasta que se hace un lugar en lo consciente. Las formas del arte que más me interesan son las que nos conectan con esa zona subterránea: un individuo que yendo hacia sí mismo logra extraer algo de la voz social. Por eso, en los mejores momentos de los mejores escritores, quien habla por ellos es una sociedad.
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Eso de que la ficción es una mentira que nos permite atisbar una verdad más profunda, puede tener derivas insospechadas que exceden, por cierto, a la literatura. En algún momento, nos encontramos con una versión oscura del asunto: ciertos comportamientos de apropiadores del plan sistemático de robo de bebés durante la dictadura, en relación a la construcción de biografías y relaciones de parentesco. Al niño apropiado se le inventa un nombre, una fecha de nacimiento, una circunstancia de origen, entregadores convertidos en padrinos o tíos, fechas de cumpleaños inventadas. Los nombres, circunstancias y fechas impostadas (niños “nacidos” el día del Ejército o el mismo día que “el apropiador” o el padrino) son desplazamientos de las huellas de lo real y al mismo tiempo evidencias de la persistencia de lo real. Aquí, como en las invenciones narrativas, se miente con eficacia, se esconde un secreto y lo real está sumergido dentro de lo irreal, sólo que el trabajo -si así puede llamarse-, consistió en volver invisible lo existente. Se trata de los mismos mecanismos que usamos los escritores para construir a nuestros personajes e inventar nuestras historias, pero la borradura llevada a cabo por los apropiadores, no alcanza por fortuna a ser completa y es por eso que la sociedad puede, tantos años más tarde, construir el camino de regreso. La tarea de quienes construyeron estas ficciones consistió no sólo en cometer los crímenes sino también en sepultar los hechos bajo un imaginario ominoso, pero la imaginación es un vuelo bajo que nunca se aleja del todo de la experiencia. Las imágenes se edifican sobre una existencia real que las precede y motiva, dijo Sartre y Wallace Stevens anotó entre sus aforismos que Lo real sólo es la base. Pero es la base.
La transmisión de la memoria a las generaciones siguientes, desde la que vivió un traumatismo, eso que se ha dado en llamar posmemoria[12], cruza lo individual y lo colectivo en quienes tienen que lidiar con una “memoria ajena” y sin embargo tan incorporada que es constitutiva de identidad, y provoca no en pocos casos el deseo de “hacer algo con eso”, sirviéndose de la imaginación para apaciguar los “fantasmas” que se inmiscuyen en la segunda generación cuando ha recibido de la primera “un muerto sin sepultura”[13] , ya sea en una narratividad orientada hacia la acción política, ya sea en el orden de lo introspectivo como sucede con las expresiones artísticas (una película, un libro, una obra de teatro, una instalación).
Al igual que las falsas memorias (recuerdos ajenos asumidos como propios), la posmemoria ha sido definida como memoria de recuerdos ajenos, pero sucede que nuestra memoria individual
está siempre entrelazada con memorias ajenas, porque todos estamos hechos además de los propios, de recuerdos de otros que nos llegaron a través de sus palabras, sus textos y documentos. Todo eso nos atraviesa complejizando la distinción entre lo individual y lo colectivo, lo propio y lo ajeno, que por cierto no es tan ajeno. Por otra parte, si recuerdo algo, es porque el objeto de mi recuerdo no está presente, ya que sólo puedo recordar lo que no está, entonces toda memoria es memoria de una ausencia, de lo que ya no es y por lo tanto destinada a trabajar sobre el vacío, transformando y reinterpretando[14]. Ninguna memoria originaria permanece inalterada; existe en nosotros un trabajo que transforma nuestros recuerdos, los modifica, una dinámica que reescribe y redefine continuamente lo recordado. Relato que se rediseña y reinterpreta en cada versión, en cada traducción, y que, si bien mantiene algo del original, también lo modifica, superponiendo la nueva narración a las narraciones precedentes. Por eso su narratividad es transformadora y, en muchos casos, fuertemente creativa e innovadora.
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Los griegos hacían suceder sus tragedias en la puerta del palacio, ese umbral donde lo privado se vuelve público, porque desde ahí se puede escuchar el grito de la que habita la casa y oír al mensajero que llega desde tierras extranjeras con la mala nueva. Lo privado en lo público: un filón muy pertinente para la escritura. Mirar en las vidas comunes, en lo que en ellas hay de pequeño y de íntimo, para comprender los comportamientos de una sociedad, pero quien mira una casa, ve un mundo y la confluencia entre una casa y el mundo, permite atisbar de qué modo las decisiones, acciones y omisiones políticas, económicas, sociales, intervienen en nuestras vidas y las determinan. Tratando de someter los materiales a mi voluntad, no podía ver que esos materiales estaban resistiendo y resintiendo mis intentos de dominación y que se estaban rebelando contra mí… (…) …me enseñó que todo en este mundo, ya sea vivo o inerte, tiene una voz. Yo tenía que escuchar esta voz para luego aceptar o descartar lo escuchado, dice Luis Camnitzer.
Los escritores contamos historias que ordenan lo que hemos vivido de una manera distinta cada vez. El acto de magia es lograr que lo que vemos se vuelva visible para otros. Visible, inquietante, a veces en el límite de lo soportable, pero soportable. La literatura sabe así, en sus mejores momentos y expresiones, convertir lo ominoso o lo insoportablemente real, en fictio para mostrar una realidad que no deje de piedra a quien la recibe, una realidad que haga ver, un llamado, susurro o grito que nos pide que miremos hacia lo desconocido para vislumbrar algo de otro orden que nos permita resistir el adoctrinamiento hacia “la normalidad. Al tiempo de los vencedores, ese tiempo horizontal y continuo que se describe hoy como globalización, la ficción opone un tiempo quebrado, atravesado a cada instante por esos puntos que elevan cualquier nada a la altura de todo, dice Rancière[15]. Y dice también, revisando la obra de Guimarães Rosa, que la literatura reafirma a su manera la capacidad de inventar que pertenece a cada uno (…) y que los que opinan que es vana porque los campesinos no la leerán, quieren decir que nadie debe narrar historias, que todo el mundo debe solo creer en lo que existe. La fe del escritor reside en que los campesinos dejarían de narrar historias si él dejara de narrar las historias de ellos. Ninguna encuesta de la cultura comprobara esa fe, dice. Es por ello que el escritor debe comprobarla por sí mismo, y solo puede hacerlo de una única forma: escribiendo.[16]
[1] Sandra Harding. Teoría del punto de vista, ¿Existe un método feminista? Traducción de Gloria Elena Bernal http://pdfhumanidades.com/sites/default/files/apuntes/33%20-%20Harding.%20Existe_un_metodo_feminista.pdf
[2] Milan Kundera. El arte de la novela. Tusquets, 1985
[3] Jacques Ranciere. Los bordes de la ficción. Edhasa. 2019
[4] Sandra Harding. Ciencia y feminismo. Ediciones Morata. https://www.academia.edu/19801453/Harding_S_Ciencia_y_feminismo
[5] Lucrecia Martel. Charlas oídas en la web.
[6] Shitao David Colinas/ Pintura que cuenta. https://tamtampress.es/2017/06/08/david-colinas-en-la-galeria-armaga-pintura-que-cuenta.
[7] El espectador emancipado, Rancière. Bordes/Manantial
[8] Byung-Chul Han. La salvación de lo bello. Pensamiento Herder. Herder.
[9] Diario de Poesía Nro. 39 … Jacques Derrida, “Hablar por el otro”, traducción de Valeria Joubert. Diario de poesía https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-39/
[10] Martin Kohan. Los ojos de la infancia. https://revistadossier.udp.cl/dossier/los-ojos-de-la-infancia/
[11] Auge, M. Las formas del olvido. Gedisa, 2019.
[12] Los engaños de la posmemoria. Patrizia Violi. Immagini per ricordare, immagini per agire. Il caso della Guerra Sucia argentina. Lexia. Rivista di semiotica, Immagini efficaci, (17-18), 619-649. Citado en Tópicos del seminario http://www.topicosdelseminario.buap.mx/index.php/topsem/issue/view/58.
[13] Tópicos del Seminario. http://www.topicosdelseminario.buap.mx/index.php/topsem/issue/view/58 Inicio / Vol. 2 Núm. 44 (2020): Semiótica y posmemoria I Tópicos del Seminario. Revista de Semiótica. BUAP. Puebla, México
[14] Tópicos del Seminario. Ídem
[15] Jacques Rancière, El espectador emancipado, Manantial, Buenos Aires, 2008.
[16] AA VV. Tópicos del Seminario. http://www.topicosdelseminario.buap.mx/index.php/ topsem/issue/view/58 Inicio / Vol. 2 Núm. 44 (2020): Semiótica y posmemoria I Tópicos del Seminario. Revista de Semiótica. BUAP. Puebla, México.